Se
me habían agotado los espacios de la pared. Con la mirada perdida y sentado en
el frio piso de la más pequeña de las galerías de mi paradero, miraba
horrorizado y melancólicamente, la amarronada y lisa pared de ladrillos, que se
encontraba frente a mi nariz. Un centésimo de pequeñas líneas, cortas y
delgadas, pero con un gran valor grabado en ellas, cubrían como un manto de
tela de mesa, el muro de la galería deprimiendo por completo mi estado de
ánimo. Líneas que son días y noches transcurridas, líneas que simbolizan mi
tiempo aquí perdido, líneas que ocuparon todos los espacios de la pared que
conformaban un número que por más que uno lo viese no podría calcular.
Ya no había lugar donde dibujar. Una
brisa fría de la mañana se arrastró hacia donde me hallaba haciendo que se me
erizaran los pelos y que me sintiera solo y abandonado.
¿Qué sería ahora de mí?
No podía quedarme sentado observando
la densa pared. Ya no podía estar más solo. ¿Tendría que abandonar mi cuarto?
¿Tendría que pisar el exterior?
Tantas veces he salido, pero en todas
ellas he regresado. Esas espantosas caras humanas que me demuestran un temor
que no entiendo, que no puedo entender. Gritan, corren, se esconden como si el
mismísimo Hades fuera a irrumpir en la escena. Yo observo de un lado a otro, de
abajo al sol, y de arriba a la tierra, y sin embargo no encuentro el perjuicio
que genera ese temor tan grande. Tengo miedo de salir, pero las circunstancias
en las que me encuentro son más fuertes.
Avancé por las catorce galerías de mi
hogar, de mi viejo y tan querido hogar, hasta llegar a la entrada.
Asomé mi gran cabeza hacia afuera
para ver si había alguien. El paisaje estaba tranquilo. Me abalancé hacia
afuera; el aire me tocaba y sentía el calor de la pradera bajo mis pies. Todo
estaba pasivo, pero yo seguía asustado.
Caminé unos cuantos pasos hacia
adelante, atento, con mis sentidos alertas. Cuando me detuve en el catorceavo paso
hacia las afueras de mi casa, palabras y carcajadas comenzaban a venir hacia mi
dirección. Se escuchaban pasos, varios pasos que se hacían más fuertes y que me
hacían sentir inseguro.
Finalmente, entre los alrededores del
templo de Zeus que estaba a unos cuantos pasos más de mí, cuatro campesinos
adultos de horrible aspecto y barbas extensas, se mostraron frente a mí,
mientras hablaban fuertemente. El hombre más joven de ellos, al verme fuera de
mi casa empujó fuertemente a sus compañeros haciendo que estos clavaran con
furia y horror sus ojos en mí. Aterrorizado, baje mis pequeños ojos y agaché mi
cabeza, para ver si los hombres se calmaban. Pero la circunstancia empeoró.
Todos ellos, se abalanzaron sobre rocas, pequeñas rocas que yacían en el suelo
y, sujetándolas con puntería, me las lanzaron ferozmente al cuerpo y a la cara.
Las piedras lastimaron mi piel, haciéndome caer al suelo dolorido y
ensangrentado. Un grito de angustia salió de mi amplia boca, haciendo que los
campesinos corrieran atemorizados.
Permanecí allí en el suelo, durante
toda la mañana de Creta, hasta que un suceso milagroso se presentó frente a mi
cuerpo herido.
Un joven sacerdote, que estaba
saliendo del templo de Zeus me observó en el suelo, herido y se acercó
lentamente. Primero me observó tristemente y con desagrado, pero luego se
agachó y abrió su saco de cuero que llevaba consigo en la cintura. El muchacho
sacó un extraño recipiente de cristal y unos pañuelos blancos, con los cuales mezcló el líquido del frasco y los apoyó cuidadosamente en cada herida y
rasguño.
Lo miré asombrado y él me miro también, pero
con ternura.
Una vez curado, gracias al sacerdote,
me pidió con unos difíciles gestos que tardé un poco en deducir, que lo siguiera
hasta el templo y que me quedara parado fuera de allí, mientras él entraba.
Así fue pues, que permanecí en las puertas del
templo mientras el sacerdote permanecía en el interior. Esperé unos minutos,
hasta que finalmente éste salió, con un machete muy decorado y con filo atemorizante.
Se posó frente a mí, tocó con su palma mi cabeza y agachándola y sin descuidos,
cortó lentamente mis extensos cuernos.
Grandes y puntiagudos cayeron al suelo y el sacerdote guardó su utensilio.
Luego, con palabras humanas las
cuales no entiendo como logré comprender me dijo que Zeus le ordenó cortarme
los cuernos para que mi amenazante imagen ya no volviese a asustar a los isleños
de Creta.
El religioso muchacho tomó mi mano y
me condujo al pueblo para que vieran que ya no había nada que temer. El dios y
el sacerdote no se habían equivocado.
Después de tanto tiempo, pude
abandonar mi tan querido laberinto.
Federico
2do año.
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