Nicolás e Ileana, comparten este relato producto de un trabajo en clase, partiendo de un dibujo y palabras puestas en forma grupal. Nicolás tiene 17 años y está en 4to año.
En el patio de mi casa, aquella que estaba ubicada a orillas del mar,
Irene y yo solíamos jugar con casitas de arena hasta largas horas de la noche,
mientras tomábamos tereré y disfrutábamos de contemplar la luna que se abría en
un ancho horizonte. Mis viejos no advertían dicha actividad ya que se divertían
jugando al chinchón o al truco.
A nosotros nos gustaba tanto mirar el mar, que nos metíamos de lleno a
contemplarlo; era como un océano infinito, cubierto de algas marinas y peces de
mil colores que salpicaban cada tanto nuestras remeras. Sin embargo, desde otra
perspectiva, se nos parecía a un mar chico, con olas zigzagueantes que subían
cada tanto a la marea como un espectáculo alucinante. El clima siempre solía
ser templado y el ancho cielo abría unos pequeños nubarrones tan fríos como un
océano. A mi hermana no le gustaba meterse en el mar a la noche. Ella decía que
aquello no le recordaba las hermosas tardes de verano en la pileta que teníamos
en casa.
Ahora que recuerdo con más exactitud, una de esas tardes en el mar
sucedió algo inesperado. Me acuerdo que mi familia disfrutaba del chapoteo en
el mar. Clavadas las sombrillas, ya que el reflejo del sol era insoportable,
nos dispusimos a jugar al vóley en la canchita de la playa. Todos estábamos muy
bien, estábamos disfrutando el momento, pero algo sucedió, algo insólito,
inesperado. Ni siquiera habíamos empezado a jugar, cuando de repente oímos un
grito ahogado, muy doliente. Al principio, no supimos ver de dónde venía.
Parecía un grito mortal, trágico. Sólo oí una palabra entre tanto suplicio. Oí
que gritaron ¡Fuego! Parecíamos estar en un barco, porque de pronto todos nos
sentimos mareados, muy cansados, el humo había llegado hasta nosotros.
Despertamos en el hospital, mi madre en terapia intensiva. Sólo eso
recuerdo.
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